En esta obra
la protagonista es una mujer, Elena Rincón, que, como Laura de El
desorden de tu nombre,
es víctima de su marido – ya el apellido “Rincón” parece
asignarle designar un espacio físico marginal. Su cónyuge la deja
sola y ociosa en casa, porque da más importancia a su carrera y a
los adulterios que acomete mientras viaja al extranjero.
Como Laura,
Elena no es una mujer pasiva. Al principio de la novela la
protagonista está llegando al clímax de una crisis personal,
provocado por la adicción al hachís, por su estado mental y
relaciones interpersonales prácticamente muertas1.
Su estado se encuentra simbolizado por sus piernas, de las cuales
sólo una está depilada, mientras la otra, desde el funeral de su
madre, no. Parece que la protagonista esté con un pie en el presente
y otro en el pasado. El comienzo de lo que se convierte en su
solución le llega al encontrar el diario de su madre, muerta. Este
descubrimiento le da la oportunidad de reconciliarse con ella a
través de una identificación que se basa fundamentalmente en una
coincidencia de estados corporales: sus sufrimientos físicos son
iguales, y Elena es adicta al hachís, como su madre lo era al
alcohol.
El diario le
permite además leer las descripciones que su madre hizo de ella,
descubriendo así nuevas facetas de su pasado y de ella misma2.
Elena es madre a su vez, y lee en
el diario de su madre que la maternidad para ella fue algo doloroso:
Yo
sufrí mucho con los tres para darles luz y me han quedado secuelas
de los partos. […] mi útero está descolgado por una especie de
flojera de ligamentos a que estaba sujeto. Eso hace que se desplome
sobre la vagina arrastrando a la vejiga su caída. Por eso, al toser
o al reírme con fuerza se me escapa involuntariamente algo de orina
y por eso también vivo con esa sensación de que algo, dentro de mí,
ha cambiado de lugar3
De esta toma de conciencia Elena
empieza su reacción, y, a través del aprendizaje de la soledad y la
escritura de un diario donde se autoanaliza, cumple su metamorfosis:
Mi
madre me mostró el estrecho pasillo y las mezquinas habitaciones por
las que debería discurrir mi existencia, pero al mismo tiempo me dio
un mundo para soportar ese encierro o para hacerlo estallar en mil
pedazos. Me dio todo lo bueno y todo lo malo al mismo tiempo y
confusamente mezclado, pero me dejó su butaca y su reloj: la butaca
para que me sentara a deshacer la mezcla y el reloj para medir el
ritmo de la transformación4
Como gesto simbólico Elena se
depila también la otra pierna, como si quisiera dar una vuelta a su
situación. Empieza a escribir su diario, ahora que tiene la misma
edad de su madre cuando escribía el suyo – cuarenta y tres años
–, retomando lo que ella le ha dejado y al mismo tiempo trazando un
nuevo destino:
Esta
noche he descubierto por qué no soy vulgar. Verás, de pequeña soñé
que hacía un hoyo en la playa y descubría una moneda. Pensé que si
conseguía mantener el puño cerrado, con la moneda dentro, al
amanecer seguiría en mi mano. Cuando desperté había desaparecido,
pero esa misma mañana, en la playa, cavé un hoyo y volví a
encontrarla. Por eso no me he sometido, como mis hermanos, a las
imposiciones de la realidad, porque todavía creo que los sueños son
realizables5
Y más adelante en el diario
vuelve a reflexionar sobre el asunto:
Esta
ciudad es un cuerpo visible, pero la visibilidad no es necesariamente
un atributo de lo real. Quizá no exista ni existamos nosotros, del
mismo modo que no existió aquel tesoro que encontré en la playa.
Todavía no sé si la revelación debe ponerme triste o excitarme,
porque si bien es cierto que ese hallazgo constituyó una mentira, no
es menos cierto que alguien en quien su propia madre realizó un
sueño de ese tamaño está obligada a buscar un destino diferente6
El destino que
busca Elena es diferente del de su madre, que parece representar
aquella generación de mujeres del franquismo que han renunciado a su
individualidad, destinadas solamente a reproducirse mecánicamente y
a pensar en función de sus hijos. A través del diario, Mercedes
reivindica el hecho de querer escribir sobre su páncreas y no sobre
sus hijos, o sea tomarse su espacio y dedicárselo a sí misma, a su
cuerpo; Elena rechaza la mecanización de la maternidad, y mientras
espera mejorar la relación con su hija, piensa que si logra hacer
su metamorfosis su hija y ella quedarán unidas por un hilo
invisible, un hilo orgánico a partir del cual, tal vez, se empiece a
construir un tejido nuevo en el que cada una de ellas, con el
transcurrir de los años, ocupará un lugar precioso”7.
Otra vez, como en El
desorden de tu nombre,
la madre planea romper el círculo vicioso y liberar a su hija del
peso generacional.
Además de escribir su diario,
que le permite imaginar una realidad nueva, Elena llama de forma
anónima a un detective y le encarga que escriba informes sobre su
marido, que descubre ser un adúltero.
Una vez cansada de leer sobre la
vida de su marido – hasta irá a vivir sola para acelerar su
metamorfosis – Elena le pide al detective escribir informes sobre
ella misma: si antes había dejado de verse sólo en función de
madre, ahora rechaza también subordinar sus intereses a los de su
marido, concentrándose en sí misma:
[el
detective] dice cosas de mí que yo ignoraba y eso, además de
divertirme mucho, me reconstruye un poco, me articula, me devuelve
una imagen unitaria y sólida de mí misma, pues ahora veo que gran
parte de mi desazón anterior provenía del hecho de percibirme como
un ser fragmentado cuyos intereses estuvieran dispersos o colocados
en lugares que no me concernían8
De esta manera
entra en la novela un cuarto texto: el del narrador externo, el
diario de su madre, el diario de Laura y ahora estos informes. Son
cuatro puntos de vista diferentes, cuatro narradores en una novela
que parecen aludir al yo fragmentado de Elena, a su «personalidad
llena de contradicciones, poliforme y multidimensional»9.
Parece que, como Laura de El
desorden de tu nombre,
Elena busque su identidad a través de la escritura. Sin embargo, por
un lado Elena se rebela, pero por otro obtiene su existencia “sólida”
a través de tres escritores que la vuelven en un personaje de sus
cuentos – ella misma después, con su diario, se reinventa como
personaje por la cuarta vez. Como en El
desorden de tu nombre,
parece no haber identidad sino la que se crea a través de la
escritura, como parece no haber realidad además de la ficción.
Vemos ahora la descripción que
da el detective de Enrique, el marido de Elena, que parece conectarse
a la generación de arribistas sin escrúpulos:
Yo
podría decir que este sujeto objeto de la investigación en curso,
pertenece a una familia de la clase media de aquellas que alcanzaron
cierto nivel económico en los sesenta. Podría añadir que estudió
Derecho, en cuya Facultad conoció a la que hoy es su esposa, Elena
Rincón, y que participó activamente en los movimientos
estudiantiles de la época llegando a militar en un partido de
izquierdas hoy desaparecido o deglutido, quizá, por los partidos que
en la actualidad ocupan el poder o su periferia [...] En mi opinión
[...] jugó a la revolución en su momento y después, como tantos
otros, se fue adaptando poco a poco a sus necesidades gastronómicas
y sexuales. Sin ninguna ruptura, en una transición imprescindible y
lenta que lo condujo a los aledaños del poder donde hoy se encuentra
confortablemente instalado. Conozco bien a estos tipos, dejaron
tirados en el camino a sujetos como yo, que – preciso es confesarlo
– carecimos de la inteligencia precisa o la falta de escrúpulos
necesarios para darnos cuenta a tiempo de lo que iba a suceder. Para
ellos ser detenidos era una insignia, algo así como una herida de
guerra, pero para mí supuso tener que abandonar la carrera y mi
verdadera vocación criminalista [...] Son lo que fueron siempre,
unos señoritos, pero conservan de aquel paréntesis de sus vidas el
gusto por el hachís o por la cocaína, o por unas músicas que yo no
entiendo, porque piensan que eso todavía les hace diferentes.
Afortunadamente, algunos de ellos han agarrado un cáncer o un SIDA
que les haces sudar en clínicas de renombre internacional donde
cuidan su muerte como en otra época lamían su imagen. Son unos
cabrones, unos hijos de puta, y Enrique Acosta es el mayor de ellos
todos [...]10
Al contrario
que Elena, Enrique, como afirma explícitamente, quiere ser vulgar:
«Yo quiero ser vulgar desde hace mucho tiempo [...] porque deseo ser
feliz»11;
él se ha metido en política y está centrado en su carrera,
desinteresándose de los problemas psicológicos de su mujer, que
hasta le fastidian.
Según la
lógica de Enrique, la corrupción es necesaria en los sistemas, y su
apego al dinero viene del hecho de que, como él dice, todos vivimos
en un infierno que elegimos, y a él le gusta ser rico así puede
comprarse el infierno que prefiere – notemos que al principio
Millás presentó esta obra con el título Un
infierno propio.
Como afirma Gutiérrez, Elena
representa una mujer que quiere tener un estilo de vida más cercano
a sus ideas revolucionarias de la juventud, pero al mismo tiempo goza
de su estado burgués, del dinero de su marido. Enrique representaría
a aquellos hombres que “han jugado a hacer la revolución”,
militando en un partido de izquierdas que después ha pactado con el
poder central:
El
hecho de presumir de haber sido detenidos en su primera joventud –
época coincidiente con el régimen franquista – es hecho
comprobable en las declaraciones de muchos personajes de la política
real [...] si uno se acerca a la prensa de esos años12
Millás acusa los hombres como
Enrique de haber jugado a la revolución. Dice que ahora conservan el
gusto por el hachís y la cocaína, escuchan un tipo de música que
les hace pensar que son diferentes, pero se han degradado. La
historia de Enrique Acosta parece la de la persona real Enrique
Tierno Galván, que con su PSP que fue incorporado por el PSOE en
1979. Así se ve la trayectoria de Enrique, que ha militado en la
izquierda y ahora se ha olvidado de sus ideales. El detective que
estudió Derecho como Enrique representa el intelectual español, y
es el antagonista de Enrique.
Notamos que Enrique es un nombre
“raro” en las obras de Millás. Decimos esto porque si leemos sus
obras vemos como casi todos los personajes llevan nombres similares.
Debido a este hecho, pienso que no hay que discuidar la posibilidad
de una alusión a Enrique Tierno Galván, al que Millás habría
añadido el apellido “Acosta”, que parece proceder del verbo
“acostarse”, o sea en este caso alguien que ha “puesto a
dormir” su espíritu, sus memorias. Otra posibilidad es que
“acosta” se refiera al hecho de acostarse con el enemigo, al
hecho de pactar y pasar al otro lado por conveniencias personales.
En conclusión Enrique forma
parte de la máquina social asfixiante, es esclavo de la sociedad que
ha contribuido a crear. Por lo contrario, su mujer, como ella misma
afirma, a través de la escritura, ha llegado, si no a su identidad,
por lo menos a un mejor conocimiento de la realidad:
Hay
dos hombres discutiendo en la calle, frente a mi terraza; forman
parte de esa sociedad, de esa máquina que Enrique, mi marido,
representa tan bien. Viven dentro de una pesadilla de la que se
sienten artífices. Cuando despierten de ese sueño, les llevaré una
vida de ventaja13
1
Camilla
Segura, “La
soledad era esto
de Juan José Millas: La reconstrucción de un yo fragmentado”,
http://www.lehman.edu/ciberletras/v12/segura.html
2
Ibid
3
Juan
José Millás, La
soledad era esto,
Trilogía de la soledad, Madrid: Alfaguara, 1996, p. 190
4
Ibid,
p. 242
5
Ibid,
p. 203
6
Ibid,
p. 242
7Camilla
Segura, “La
soledad era esto
de Juan José Millas: La reconstrucción de un yo fragmentado”,
cit.
8
Millás,
Juan José. La
soledad era esto,
p. 228
9
David
Ruz Velasco, “La
soledad era esto
y la postmodernidad - El sujeto descriptivo, el sueño mimético y
la antípoda”,
http://www.ucm.es/info/especulo/numero11/millas.html
10
Juan
José Millás, La
soledad era esto,
cit., p. 199, 200, 201, 202, 203
11
Ibid,
p. 230
12
Fabián
Gutiérrez, Como
leer a Juan José Millás,
cit., p. 142
13
Millás,
Juan José. La
soledad era esto,
cit., p. 276